domingo, 29 de enero de 2012

Otro naufragio

Hace solo una semana escribía sobre el naufragio del Costa Concordia y el impresentable capitán Schettino, que puso pies en polvorosa en cuanto en su barco entraron dos dedales de agua. La imagen macarra del capitán, los diálogos cobardicas con su superior en tierra firme y sus excusas de mal pagador quedarán para siempre en el recuerdo para engrosar la historia universal de la vergüenza.

Cuando aún no se han recuperado los cuerpos del Costa Concordia, el mar vuelve a jugar con sus reglas: hace cuatro días, en la ensenada del Orzán - un lugar increíble donde el mar se hace océano y fluyen corrientes misteriosas en un rastro de espuma - un inconsciente decidió darse un baño nocturno, y las olas se lo llevaron para siempre.

Conozco bien la ensenada del Orzán. Cuando era niña, todos los años pasábamos unos días de verano en La Coruña, y esa playa fue escenario de juegos infantiles, de baños en agua gélida, castillos en la arena y cubos llenos de mejillones, y de aventuras emocionantes como aquella vez que arrojamos al mar unos zapatos que creímos abandonados y que resultaron ser de un pobre hombre que estaba pescando con unas botas de goma sin pensar- incauto - que una pandilla de arrapiezos asilvestrados iban a obligarle a volver a casa en katiuskas.

Ya entonces, siendo niños, sabíamos perfectamente que hay que tener miedo a todos los mares, pero especialmente al mar en el orzán, porque en el confluyen distintas corrientes que pueden arrastrar al nadador más avezado. El mar gallego será peligroso, pero al menos no engaña: anuncia su poder con olas de tres metros que vociferan su furia de espuma.

Ese fue el espectáculo que vio ese descerebrado que se metió en el agua, multiplicada su majadería por la contundencia de la noche y de las bajas temperaturas del mes de enero. Entró en el agua y no supo salir.


Como la suerte a veces hace mal las cosas, quiso la casualidad que una patrulla de la policía pasase por allí en ese momento, y que tres hombres buenos escuchasen los gritos de auxilio de los amigos del chaval, que bien podían haber aullado para impedir que se metiese en el agua en una noche de galerna. Quisieron ayudar a aquel majadero, y el mar se los llevó a los tres.

Lo más curioso es que esos tres valientes que se lanzaron a un mar helado y bravo pertenecen a la misma especie que el capitán Schettino. No intenten encontrar explicaciones: no las hay.

Acabo de ver las imágenes del Orzán, donde un campamento improvisado aguarda aún (quizá sin esperanza) por la aparición de tres cuerpos, y pienso que muchas veces el destino tiene ganas de hacer bromas crueles.

Que distinta hubiese sido la historia si esos tres policías nacionales hubiesen estado al mando del Costa Concordia: tras el golpe contra las rocas, hubiesen organizado perfectamente la evacuación de la nave, habrían supervisado el barco hasta asegurarse que no quedaba dentro ningún pasajero ni ningún miembro de la tripulación, y luego hubiesen alcanzado a nado la isla de Giglio, entre las ovaciones de miles de personas que les darían - con toda justicia - el tratamiento de héroes.

En cambio, si el capitán Schettino hubiese estado en el Orzán la noche del jueves y alguien hubiese suplicado su ayuda, se hubiese limitado a rascarse la cabeza ante lo peliagudo de la situación, y a decir a los amigos del ahogado: "Chicos, no merece la pena hacer nada: vuestro amigo está muerto casi seguro". Y luego se hubiese dado media vuelta, con la conciencia tranquila y la sensación de haber hecho lo más sensato. Porque otra cosa no, pero el capitán Schettino debe ser uno de esos tipos con la cabeza bien puesta sobre los hombros.

Los tres policías que intentaron salvar a alguien al que ni siquiera conocían no fueron sensatos: quien entra en un mar como el mar coruñés en una madrugada de enero sabe que tiene muy pocas posibilidades de salir con vida. Pero la sensatez no es un atributo de los héroes. Veo las imágenes de la playa, del mismo mar de todos los veranos de mi infancia, y todo lo que se me ocurre es elevar una plegaria por aquellos cuya alma está limpia y nos recuerdan que el valor, la generosidad y la entrega son el atributo misterioso de algunos hombres que nos recuerdan que no somos iguales.

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sábado, 21 de enero de 2012

Sálvese quien pueda

A mí no me gustan mucho los cruceros. Es verdad que una vez hice uno, pero fue en acto de servicio, es decir, que fui por trabajo. Me enviaron a hacer un reportaje de la botadura del Liberty of the seas, un coloso de diecinueve pisos y una superficie tres veces mayor que un campo de fútbol. El invento salía de Southampton, lo mismo que el Titanic, y aquello daba algo de mal rollo porque el bicho en cuestión era en ese momento el más grande del mundo. Supongo que la cosa habrá cambiado, porque con los cruceros pasa igual que con los alijos de droga: siempre aparece uno que deja pequeño al anterior. El caso es que una horas después de subir a bordo nos dijeron que iban a hacer un simulacro de evacuación, por si acaso alguien había olvidado que el barco podía irse a pique en cualquier momento. Y allí subimos todos, con nuestros chalecos salvavidas. Dos mil almas con el artilugio hinchable, algunos acojonados, la mayoría tomándose a chacota las instrucciones de la tripulación que podían salvarnos la vida si la cosa se ponía fea. Nos explicaron como se entraba en las lanchas, como se bajaban y como funcionaba todo. Por supuesto, no me enteré de nada, y pensé que si el barco se escoñaba yo me limitaría a esperar quietecita, en el agua, a que alguien viniese a buscarme, porque estaba claro que lo de manipular aquellas barcazas era dificilísimo, y con el miedo y los nervios, peor. Mi fotógrafo y yo nos mirábamos, ambos ridículamente ataviados con los chalecos rojos, pensando al mismo tiempo que más valía que no pasase nada en el viaje, porque todo aquello tenía mala pinta.

Luego, a los periodistas nos llevaron a ver al capitán. Era un noruego alto y resultón, rubio y ancho de espaldas como todos los noruegos que se precien, con unos hermosos ojos azules (como no), que nos aseguró que la travesía iba a ser tranquila y nos explicó como funcionaba aquel barco grande como un demonio mientras yo recordaba las palabras proféticas de aquel marino que, cuando partía el Titanic, tranquilizó a una pasajera asustada diciendo “ni el mismo Dios podría hundir este barco”. Ya sabemos cuál fue el resultado del órdago al Altísimo.

Pensé mucho en el “Liberty of the seas” y en el capitán noruego y rubiales cuando se hundió el “Costa Concordia” y el capitán Schetinno dio el do de pecho. Porque las circunstancias del naufragio del Concordia podrían haber sido pergeñadas por los guionistas de todas las entregas de “Aterriza como puedas”. El capitán macarra – mi noruego tenía mucha mejor pinta que el comandante italiano - , la idea de aproximarse a tierra para hacer una gracia, el leñazo contra las rocas, el sindiós de la evacuación y la huida del jefe de pista. Por si fuera poco, el tipo se defendió diciendo que se había caído en una barca, como aquella señora que robó un jamón en Carrefour y dijo que le había salido de premio en un bote de detergente. Y no acabó ahí la cosa, no. Resulta que Schettino se había llevado compañía para el viaje, y cuando se desgraciaron contra las rocas el hombre estaba de cuchipanda y bebercio con una señorita moldava que, a estas alturas, todavía no se sabe si era camarera, bailarina o agente de la propiedad inmobiliaria, pero que había subido al barco sin contrato ni billete.

Luego, no sé por qué razón, la desgracia del Costa Concordia se convirtió también en un compendió de mezquindades humanas: se pisaba a tullidos, se daban codazos para subir a las barcas, se arrebataban chalecos salvavidas... en fin, el horror. A todo esto, cada uno contaba la aventura con toda traquilidad, como presumiendo de haber salido indemne sin preocuparse por no haber ayudado: "pues salí como pude, a codazos y a golpes"... "si no empujo a unos japoneses muy torpes, me quedo allí". Mi preferido es un chaval que relataba como había sido la última persona en ver a una de las víctimas: "Le dije, salta, salta, y como no se atrevía, salté yo y lo dejé allí". Al parecer, el pobre hombre que no quería saltar tenía setenta años, era autista y estaba de vacaciones con su familia. Chúpate esa.

A mí, repito, no me gustan los cruceros. Entre otras cosas, porque la fórmula de diversión comunitaria me horripila: quiero divertirme cuando me dé la gana, y no bajo las arengas de ningún animador. Si a esto le unimos que todo sucede rodeados de agua y con poca escapatoria, y que cuando se toca tierra hay que ir a toda leche, como en las excursiones que contaba Gila, casi prefiero pasar una semana en la cárcel de Bonxe que a bordo de un crucero vacacional: en la cárcel, por lo menos, seguro que te dejan en paz unas cuantas horas al día. Pero lo del Costa Concordia no fue un crucero: fue un viaje húmedo e infernal por el mapa del disparate.

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jueves, 12 de enero de 2012

Prejuicios

Esta mañana tenía una intervención en la tertulia política de Cuatro. Como es habitual, fui a maquillarme y a peinarme (chapa y pintura: muy necesario), y al acabar me encontré con un compañero, Juan Antonio Papell. Nos saludamos y nos íbamos juntos a la sala de invitados a esperar nuestro turno para entrar en plató.

- Espera, voy a recoger mis cosas.

Cogí mi bolso y mi abrigo, y busqué los periódicos que llevaba. Me di cuenta de que alguien había cogido mi ejemplar de "El mundo" y lo había dejado junto al espejo ante el que se desmaquillaba Alessandro Lecquio.
Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, cogí el ejemplar.

- Es mío - comentó entonces con un hilo de voz el tertuliano de Ana Rosa, ex de Ana Obregón y de unas cuantas más.
Miré al hombre de arriba a abajo antes de decirle con una sonrisa condescendiente.
- Es "El Mundo"
- Ya... - me dijo - es mi ejemplar. Mira...
Y me señaló sus iniciales. Justo en ese momento me di cuenta de que mis dos periódicos, "El mundo" y "El País" estaban cuidadosamente doblados dentro de mi bolso "oversize". Me puse colorada y acerté a balbucear una excusa.
- No importa - me dijo el conde Lecquio - los periódicos son todos iguales.

Salí de la sala de maquillaje colorada como un tomate y acompañada de las carcajadas de Papell, que había sido testigo de mi ridículo.
Claro, había dado por supuesto que un italiano guaperas no lee periódicos, y si había alguno a menos de diez metros de donde él estaba, tenía que ser por equivocación.Lo suyo, en el mejor de los casos, era leer el Hola.

Los prejuicios existen, incluso en personas que presumimos de no tenerlos.

Recuerdo que, hace muchos años, una profesora de inglés repitió media docena de veces la pregunta "Can you ride a horse?" ante una niña de una familia humilde, que siempre contestaba "Yes, I do". La profesora de impacientó.
- A ver, María... ¿sabes montar a caballo?
Y aquella niña mal vestida y algo torpe, que no parecía en absoluto la clásica cría miembro de un club de hípica, contestó
- Sí... es que mi abuelo tiene tres caballos.

Esta semana, toda la red se enamoró del artículo "El negro" escrito por Rosa Montero que cuenta como una chica cree que un chico africano se está comiendo su comida, cuando en realidad es ella la que está comiendo la de él. Rosa asegura que la historia es verdadera, pero a mí ya me la habían contado en varias versiones: una chica con un viejito y una caja de galletas, un profesor universitario con un rastafari y una bolsa de patatas... la historia impora poco. Lo que cuenta es la anécdota.

Yo tuve hoy mi ración y mi lección. Quizá dentro de un tiempo, esta historia se convierta en leyenda urbana. Recordad, pues, esta versión que yo os cuento, que es la auténtica y la verdadera.

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miércoles, 4 de enero de 2012

¡¡Piratas!!

Feliz 2012 y todas esas cosas... aunque, con la que está cayendo, casi da miedo expresar buenos deseos para el año nuevo.

Las Navidades y otros excesos me han impedido hacer algo a lo que estoy obligada: pronunciarme en el asunto de la piratería, que después de golpear duramente la industria del cine o de la música ahora acecha procelosamente a los escritores y a su trabajo.

("primero vinieron a por los comunistas... pero como yo no lo era...")

Pues eso. Que ya están aquiiiiiiií...

(Me parece escuchar la voz de Robert Mitchum en "La noche del cazador": "Niiiiiños... Niiiiiiños.)

Pero no es Mitchum, ni la niña repelente de los poltergeist. Son los piratas, que avanzan también hacia nosotros.

Lo primero que llama la atención es que el tema de la piratería, igual que el de la decoración o el fútbol, es lo suficientemente goloso como para que todo el mundo quiera opinar sobre él. Incluso aquellos que no tienen ni p... idea de lo que estams hablando.

Incluso aquellos que, al hablar de la ley sinde, te empiezan a hablar del canon digital, cuando nada tiene que ver una cosa con la otra.

Yo estoy en contra del canon digital, que es una soplapollez y nos convierte a todos en presuntos. Es como si yo entro en una ferretería a comprar un cuchillo y me lo quieren cobrar más caro porque puedo usarlo para cargarme a alguien.

La Ley Sinde, que está mal formulada, peor gestionada o pésimamente explicada, solo preendía poner una primera piedra a la hora de proteger los derechos del creador, puesto que vivimos en el único país civilizado donde hemos seguido viviendo en el salvaje oeste, donde todo vale y vale todo.

Yo no creo en la gratuidad de la cultura. Punto. Todo aquello que tiene un valor ha de tener también un precio. Un escritor no puede escribir gratis, ni un músico componer gratis, ni un pintor pintar gratis, sobre todo si tienen la pésima costumbre de comer tres veces al día.

La cuestión es que, si nos negamos a retribuir su trabajo pero pretendemos seguir disfrutando de él, tendrá que ser la administración quien se ocupe de ello, igual que paga el trabajo de los médicos de la seguridasd social o de los profesores de la Universidad.

Y yo no quiero que mi trabajo lo remunere el ministerio de cultura. Por eso tengo la humilde intención de vivir de los derechos de autor que generan mis libros y que sufragan aquellos que se divierten leyendo lo que yo escribo. Es justo ¿no? ¿Por qué va a contribuir a mi mantenimiento un señor o una señora a los que no les gusta lo que yo hago?

Pues eso es lo que pasará si convertimos los productos culturales en bienes gratuitos: que los acabrá pagando el Estado, y los creadores estarán a sueldo del gobierno de turno, con todo lo que eso significa.

A la hora de piratear, muchos esgrimen el precio de los cd´s o los libros para hacer más legítimo el descargar por la patilla la música o los textos que les interesen.

Ya he hablado otra vez sobre el precio de los libros, así que no voy a volver sobre ello. Pero a quienes pretenden justificar así el uso gratuito del trabajo ajeno, les recuerdo que cuando una cosa me parece cara, lo que hago es no comprarla, pero tampoco la robo. Las angulas son caras que te mueres, pero hoy las había en el mercado a 700 euros el kilo y no se me ocurrió salir corriendo con la caja porque estaban por las nubes.

(Dejen que aclare que me encantan las angulas)

Es cierto que el sector editorial español ha estado demasiado tiempo adoptando la estrategia del caracol a la hora de abordar el problema de la literatura digital. Que los precios de las descargas legales son disparatados - no es normal que el ebook de "La vida después" cueste 15 euros, solo cinco menos que el libro en papel - y que tenemos que ponernos todos las pilas cuanto antes. Pero eso no justifica que tanta gente se coloque la bandera de la calavera y las tibias cruzadas e invoque el derecho al robo.

Porque eso es lo que es piratear contenidos.

Robar. Y no al más fuerte, sino al más débil. No a la editorial, sino al autor, que es paradójicamente, la parte más frágil del complicado entramado de la industria.

Dicho esto, creo también que la gente es esencialmente honrada, y que no podemos dejar recaer la culpa del descenso de ventas en los libros en los piratas digitales. La mayor parte de la gente que piratea libros no es compradora de libros.

De hecho, creo que a veces ni siquiera son lectores, pero esa es otra historia.

Marcharse sin pagar el café es más sencillo que bajarse un libro por la jeta, y sin embargo casi nadie se hace un simpa del cortado con dos azucarillos.

Por eso hay que revisar el sistema para permitir a la gente honesta seguir siéndolo. Hay que revisar los precios del ebook. Hay que flexibilizar el sistema para descargar legalmente contenidos editoriales. Hay que multiplicar la oferta y racionalizarla.

Y hay que luchar sin cuartel contra todos aquellos que se están lucrando al comercializar páginas de descargas y que ingresan cantidades desorbitadas gracias a la publicidad que en ella insertan empresas perfectamente legales.

Y, ya que estamos en ello, habría que empezar por respetar las opiniones sobre este asunto y no lanzarse a la yugular de cada creador que denuncia los usos y los abusos.

Que existen, aunque muchos prefieran meter la cabeza en la tierra para creerse así más modernos, más guays y más progres.

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