lunes, 19 de diciembre de 2011

Llamadle Vatslav

En checo, Vaclav se pronuncia Vatslav. La endiablada fonética checa hace que pronunciemos mal buena parte de los nombres, y entre ellos el de Vaclav Havel, que acaba de dejarnos y al que recordaremos siempre como uno de los personajes referenciales del siglo XX. Por suerte, no ha tenido que morirse para que reconozcamos su legado político y ético. Havel fue protagonista de una de las más difíciles transiciones de la historia moderna: la bellamente llamada "revolución de terciopelo", que comandó y sostuvo y que libró a Checoslovaquia del yugo comunista sin violencia alguna. Fue la caída de esa pieza esencial en el dominó de Europa lo que impulsó definitivamente el fin de la guerra fría y la llegada de la verdadera democracia a los países del telón de acero. Nada hubiese sido igual sin Havel al frente de ese complicado cambio, no solo político y económico, sino también moral. Lo hizo con altura de miras y sin revanchismos, buscando la resurrección de un país moribundo y una población agotada.

Vaclav Havel no era solo un político: era también un pensador, un gran dramaturgo y un escritor notable. Si alguien quiere acercarse a él le recomiendo sus "Cartas a Olga", la colección de misivas que dirigió a su esposa desde la cárcel aprovechando el miserable permiso que le daban las autoridades penitenciarias de escribir una carta semanal. Cinco años estuvo en prisión acusado de actividades contra el régimen comunista. Salió de allí sin rencores, quizá porque era la única forma de ser verdaderamente libre.

Cuando viajé a Praga en 1991, el país empezaba a sacudirse timidamente la modorra de los años de opresión. Los establecimientos de lujo dudaban a la hora de admitir clientes, porque todavía no se habían dado cuenta de que ya no eran propiedad del estado y cuanta más gente, más ingresos, y en los escaparates de las mejores tiendas de alimentación se exhibían como ejemplares exóticos torres de latas de coca cola. En Praga vi por primera vez a personas mirando los establecimientos de comida con la misma expresión con la que yo miro las joyerías, y comí por una cantidad ridícula en un comedor fastuoso bajo las arañas de cristal y servida por camareros de frac mientras intentaba averiguar para qué servían todos aquellos cubiertos.

En Praga vi soldados de aspecto feroz que patrullaban las calles con una extraña expresión en los ojos: solo ahora entiendo que estaban profundamente desorientados. Todo el país lo estaba: nadie sabía muy bien qué iba a ocurrir en el futuro, aunque se notaba que unos y otros tenían ganas de creer que había llegado una etapa nueva y que esta vez las cosas iban a ir mejor.

Recuerdo que nuestra guía - una muchacha descarada y alegre que robó un paraguas delante de mis narices - me señaló una casa al lado del río. Era una casa bonita y pequeña, algo destartalada, y no muy bien tratada por el paso del tiempo. Una de esas casas que auguran cañerías obstruídas y corrientes de aire, y están pidiendo a gritos una mano de pintura y unos cuantos cristales nuevos. "Es la casa de nuestro presidente", dijo, y la inflexión de su voz y el respeto con el que miraba aquella casa - convertida de pronto en una especie de santuario - me hizo pensar que los checos esperaban cosas grandes de aquel hombre.

Nevaba en Praga en aquellos días lejanos de 1991, y recuerdo que mi hermana y yo cruzamos el puente de Carlos sin más compañía que los copos de nieve, el ruido de nuestros pasos y las notas de "Stormy Weather" interpretada por un trompetista que no sé qué demonios estaba haciendo en aquel puente desierto. La ciudad, el país, estaban deseando despertarse a la nueva oportunidad que el destino, de la mano de Vaclav Havel, le les estaba poniendo delante de los ojos. Necesitaban un milagro para renacer de las cenizas de tantos años de opresión. Y Havel hizo ese milagro que no tocó solo a los checos, sino también a la nueva idea de la vieja Europa donde caían para siempre los muros que la habían dividido durante tanto tiempo.

Por eso hoy, que Vaclav Havel ya no está, creo que lo menos que podemos hacer es pronunciar bien su nombre. Así que, por favor, llamadle Vatslav

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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Londres, Dickens y una librería en Picadilly

Acabo de volver de Londres, lo cual no es nada particularmente original: en este puente, Londres se llena de españoles. Bueno, de españoles y de gente de todos los sitios. El sábado por la tarde, la zona de compras era como la Plaza de Chueca el día del pregón del Orgullo Gay, pero sin escenario ni megafonía.

Por lo demás, Londres es Londres. Y no hay nada más que decir.

He estado en la ciudad muchas veces. Primero, un mes entero tras acabar la carrera para pelearme a muerte con el idioma. Luego volví con mi hermana. Luego, cuando vivía en Oxfor, iba a Londres cada dos por tres. Después regresé con mi madre... En los últimos cinco años, he estado otras tantas veces en la ciudad.

En fin, que tengo la ventaja de que como ya he visto el big ben, la Torre de Londres y la Abadía de Westminster, cuando voy por allí puedo obviar las visitas turísticas. Aunque, por supuesto, tantas experiencia no me libra de la gilipollez de meterme por Oxford Street un sábado de compras navideñas.

En este viaje conocí un lugar excepcional: Borough Market. Un increíble mercado de alimentación donde puede comprarse casi cualquier cosa comestible. Han aprovechado para hacerlo los bajos diáfanos de un puente, recuperando así un área desaprovechada e inservible. En Boroug Market comí un guiso de vieiras y unos pasteles portugueses que me devolvieron la añoranza de Lisboa, compré un bote de curry auténtico y me enfadé con la falta de cintura de nuestros empresarios de alimentación. Explico porqué:

En un lugar privilegiado de Borough Market hay una tienda llamada Brindisa (www.brindisa.com), que ofrecía productos españoles. Era un lugar precioso, muy bien decorado, donde se vendían (a precio de oro, of course) jamones de jabugo, conservas de calidad, turrón, aceite de oliva (14 libras el litro)... Hablé con uno de los empleados, que me contó que la firma (¡¡inglesa!!) llevaba quince años introduciendo en Gran Bretaña exquisiteces de aquí. Que tienen varias tiendas. Y que ahora se están forrando con la tienda online, desde donde venden comida española a casi cualquier lugar del mundo.

Tócate las narices: resulta que los ingleses, que tienen el paladar atrofiado por el pudding de Yorkshire, el roast beef helado y los quesos apestosos, se han dado cuenta rápidamente de lo buena que es nuestra pitanza, y la venden al triple de su precio.

Vamos, lo mismo que hubiese podido hacer un español. Pero lo han hecho los ingleses.

Por cierto, en mi estudio de mercado dediqué un rato especial a investigar la materia gallega. Sólo tenían pimientos de padrón, queso de tetilla... y tarta de Santiago marca Brindisa. Se me saltaban las lágrimas. ¿Dónde está el marrón glacé de Cuevas? ¿Las conservas Cuca? ¿Las patatas con denominación de origen? ¿Los chocolates de Suguimar?

Pues están esperando a que algún listo se dé cuenta de lo buenas que son y se convierta en intermediario para vendérselas a Brindisa.

Bueno, ahí queda eso. Que no me diga nadie que no lo he avisado.

Otro descubrimiento de este viaje han sido los martinis de frambuesa de Yauatcha, un restaurante del SOHO. Me lo ofrecieron y lo acepté por educación, y casi acaparo al barman toda la noche para que los presparase para mí en exclusiva. Si mañana llegase el fin del mundo, querría que me encontrase bebiendo martinis de frambuesa, uno detrás de otro, hasta el advenimiento del Armaggedon.

También descubrí el bar de un hotel, el Sanderman. Si quieres entrar, tienes que hacer una reserva. Alucina. Una reserva para entrar en un bar. Suerte que me habían avisado. Luego merece la pena, porque es de esos sitios en los que eres la más pobre y la más fea, y sientes que todo el mundo te está mirando preguntándose por qué han dejado entrar a esa bajita de cuarenta años, cuyo fondo de armario no vale tanto como el bolso de la rubia de metro ochenta que te han sentado al lado. Por lo demás, el sitio es precioso y divertido y si tienes la autoestima en tu sitio puedes ir, porque es una buena experiencia.

También vimos una exposición excepcional en la Royal Academy, en Picadilly: "Degas y el ballet: pintura en movimiento". Además de sus cuadros de bailarinas, había estudios de los cuatros y fotografías mravillosas, casi todas hechas por el propio Degas. Un sueño.

Enfrente de la Royal Academy está uno de mis lugares favoritos en Londres: la librería Hatchards. Lleva abierta más de doscientos años (desde 1784, ahí es nada) y entrar en ella es como zambullirse en un mundo mejor. Me pasé un buen rato hojeando los productos del envidiable sistema editorial anglosajón, sobre todo las biografías. Había volúmenes recien editados con las cartas de Jane Austen, la correspondencia completa de Diane Athill, de Disraeli... Me llevé un par de cosas. La que más me alegró el día: una biografía de Dickens que se publica en vísperas de su 200 aniversario, con grabados y fotos, de la que es autora Claire Tomlin.

Dickens es uno de mis auotres preferidos. Leí muchas de sus novelas siendo muy joven, y pienso aprovechar la avalancha de este año conmemorativo para releer alguna más. David Copperfield, Mr. Pickwick, Nicholas Nickleby, Ebenezer Scrooge, forman parte de mis recuerdos infantiles. Y, desde luego, las obras de Dickens son responsables de la reinvención del concepto de Navidad en Inglaterra - y, por ende, en todo el mundo de habla inglesa, y en el resto del planeta tierra - en un momento en que la depresión económica y la tristeza no dejaban a la gente el cuerpo de jota para celebrar nada.

Pero claro, ahí estaba Dickens para escribir "A Christmas Carol" (en realidad, "Un villancico", aunque aquí, acertadamente, lo rebautizaron como "Cuento de Navidad"), y recordar al mundo que las pascuas eran el mejor momento para resucitar la solidaridad, la alegría y los buenos sentimientos.

Nos espera un empacho de Dickens este año, ya lo veréis. Y me froto las manos. Porque, para mí, es como esperar una sobredosis de jamón de jabugo, patatas de coristanco y martinis de frambuesa.

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