sábado, 25 de septiembre de 2010

Cosas que hago y cosas que no hago

Empecemos por la primera: escribo, escribo, escribo, y espero incrédula a que se materialice una posibilidad que me llegó por correo electrónico hace cuatro o cinco días. La noticias que aguardo son posibles, pero no son probables. Mientras, reclamo para mí misma el derecho a acariciar las mejores expectativas. A imaginarme que la suerte está de mi parte. El derecho a soñar. Si el barco sigue navegando hacia buen puerto, os daré más detalles.

Esta semana hice algo más que escribir: fui a Córdoba, invitada por el Ayuntamiento, a participar en la iniciativa "Creadores a sueldo". Durante un día, artistas de diferentes modalidades - narrativa, poesía, fotografía, cómic - ponen su trabajo a disposición de los ciudadanos. Me paso casi cuatro horas delante de El Corte Inglés, y en ese tiempo escribo por encargo un cuento corto, un texto para musicalizar, media docena de cartas de amor, un montón de consejos... atendí a veintitantas personas. Me acuerdo de todas, porque todas me contaron su historia. Y entre todas, me quedo con dos: la de un muchacho que me pidió una declaración de admiración para su novia enferma, y lade una madre que quería escribirle a su hija una carta en la que le contara lo mucho que la quiere y por qué se enfada con ella. Al terminar, cuando lee lo que he escrito para ella, la señora se echa a llorar: "Esto es exactamente lo que yo quería decirle a mi hija, pero no sabía como explicarlo". Ese es, exactamente, el trabajo del escritor: poner palabras a lo que otros sienten.

Otra cosa que hago: comprar. Me encanta ir de tiendas. Hubo un tiempo, no tan lejano y más largo del que recuerdo, en que contaba con poquísimo dinero. Entonces tenía que meditar cada compra, estudiar la conveniencia y la oportunidad de cada adquisición. Por supuesto, jmás compraba por impulso. Pensaba y repensaba la mejor formade invertir midinero, y cada cosa superfluo - fuese una prendade vestir o una cajade bombones - quedaba completamente descartada del capítulo de gastos. Ahora que las cosas han cambiado un poco, me he vuelto generosa conmigo misma, y compro sin pudor ni mala conciencia las cosas que me gustan. Esta mañana pasé por la tienda Divisa, en la calle Hortaleza, atraída por le canto de sirenas de un vestido expuesto en el escaparate. Me probé ese y otro. Eran baratos, preciosos, me favorecían. Dudaba entre uno y otro y paseaba delante del espejo pidiendo una solución al dilema, que llegó, como no, de mano de Marcial:
- Los dos te quedan muy bien.Elige uno. Yo te regalo el otro.
Y salí de la tienda, feliz, con el precioso botín por partida doble y toda la tarde de sábado para disfrutar.

Y ahora, las cosas que no hago: no voy a ir a la dichosa huelga. Tengo muchas razones, por supuesto. La primera es que no me parece que esté el país como para que todos nos rasquemos las narices durante 24 horas. La segunda, y más importante, es que no me da la gana de bailar al son que me tocan los líderes sindicales de segunda fila, ese pequeño ejército macarrónico que sigue paseando postulados de hace cincuenta años. O un siglo entero, para ser más exactos.

Las huelgas, por lo general, se hacen contra un gobierno. Aquí, a pesar de las estudiadas bravatas de Toxo y Méndez amenazando a Zapatero, la huelga se ha montado contra la oposición. Bueno, y contra los empresarios, esos explotadores. Tendré yo mala suerte, pero conozco a tantos empresarios sinvergüenzas como sindicalistas de la misma ralea. Unos exprimen a sus trabajadores, y otros me exprimen a mí, que pago con mis impuestos sus horas de ocio y disfrute. Por favor, que no venga nadie a contarme lo mucho que trabajan los liberados, porque conozco a demasiados representantes del gremio y he sido testigo de cómo y en qué invertían sus horas sindicales.

Por si todo esto fuera poco, está lo de los vídeos promocionales. Qué cosa. Qué horror. Qué paletada, qué mal gusto, que ejercicio de cutrez, que apología de lo ordinario. Menudo ejercicio de estilo, menuda mierda. Si esta basura es la que paren los sindicatos cuando se dedican a pensar, a nadie debería extrañarle que la casa siga sin barrer.

Lo dicho, que el miércoles voy a currar como nunca. Me pondré reuniones, me impondré trabajos, mínimos de páginas por escribir, de búsquedas de datos por rematar. A mí no me hacen la agenda el Méndez y su amigote, el del traje color clarito para la cena del capitán. Lo único que espero es que dentro de dos días cada uno se sienta libra de hacer lo que quiera: trabajar o no. El derecho a la huelga es tan sagrado como el derecho a no hacerla. Por eso me gustaría que, igual que los malvados empresarios no pueden tomar represalias contra los trabajadores que se quedan en casa, los famosos piquetes informativos se abstuviesen de hostigar a aquellos que, por razones que ellos sabrán, han decidido ir al tajo.

Como me dijo el otro día un taxista: "yo no voy a la huelga. Porque si mi mujer y yo dejamos de trabajar ese día,sencillamente ese mes no llegamos al día treinta". Más claro agua. En ese señor deberían pensar los señores del piquete cuando se paseen por la ciudad como Billy el Niño por el saloon.

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domingo, 19 de septiembre de 2010

Domingo

Cuando era pequeña,detestaba los domingos. Recuerdo aquellos días con una vaga sensación deprimente mientras hacía apresuradamente los deberes arrullada por el sonsonete de los resultados de fútbol que salían de la radio (antes transistor), mientras mi madre planchaba el mandilón para el día siguiente y me pregutaba una vez más cómo era posible que se me hubiese descargado el bolígrafo en el bolsilló por tercera o cuarta vez en el trimestre. Los domingos eran una penosa extensión del fin de semana, un páramo triste que antecedía a una semana larguísima, y del mismo modo que el viernes, aún siendo día lectivo, era alegre y lleno de promesas, los domingos me parecían tediosos y largos, innecesarios y crueles. Un mal invento, los domingos.

Ahora que casi peino canas los domingos tienen su aquel. Levantarse tarde, holgazanear, hacer un desayuno abundante y tardío, pasear por las calles llevando bajo el brazo los periódicos rebosantes de resúmenes de la semana y suplementos dominicales que paladear durante la sobremesa... por la tarde, lectura trabquila y la perspectiva de una buena película, una cena ligera, las novedades de la liga llegando por internet... con la edad, digo, los domingos han cambiado y son un lujo.

Este domingo estuvo a punto de saltar por los aires esta mitología de la jornada previa al lunes.Marcial y yo habíamos salido a dar un paseo por el barrio y regresábamos a casa con el botín adquirido en un local recién descubierto de la calle hortaleza, donde venden un pan exquisito y bollos capaces de hacer sombra a la más distinguida pastelería francesa. Caminábamos charlando y pasamos entre un grupo de tres chicos cuando un estruendo interrumpió la conversación. Sólo de milagro no interrumpió algo más: una veintena de planchas de acero que descansaban en un carrito se desplomaron a nuestro paso. Sólo la suerte y mis buenos reflejos me ayudaro: al caer al suelo, las planchas me rozaron la rodilla derecha, que ahora parece una berenjena madura. Si no me hubiese apartado a tiempo, ahora mismo estaría en el hospital con la pierna destrozada, maldiciendo a la vez los domingos, el mal fario y tal vez los cruasanes de la tienda nueva que ejercen la poderosa atracción de un imán.

Ocurrió hace algunas horas, pero sigo sin quitarme de la cabeza lo ocurrido, y también la certeza de que, si en lugar de una cuarentona medianamente ágil, por allí hubiese pasado un niño pequeño, posiblemente estaríamos lamentando una desgracia. Prefiero no pensarlo: no ha ocurrido y punto. Pero la rodilla morada y doliente me llama la atención sobre la suerte, que a veces se pone de nuestro lado en una mañana de domingo.

Regresando de las páginas los dominicales, de entre todo lo leído hoy me quedo con dos cosas: lacara, el acertado artículo que Javier Marías dedica en El País Semanal a los llamados cooperantes que se dedican a hacer el bien con buenas intenciones, pero de una forma tan desordenada y cercana a la majadería que más valdría que hiciesen de buenos samaritanos en la acera de enfrente y no en el otro extremo del mundo. Conozco a varias personas que se dedican profesionalmente a asuntos de cooperación, y les he escuchado depotricar mil veces contra los ya denominados "turistas solidarios", que - seguramente llenos de buena voluntad - dedican sus vacaciones a entorpecer el trabajo de quienes de verdad saben lo que tienen entre manos. Trascribo, más o menos fielmente, las palabras del trabajador de una ONG que cada dos por tres comparte a su pesar las vacaciones solidarias de otros: "Si los tipos que vienen aquí a soltar lágrimas de cocodrilo, a desmayarse cuando ven un pie gangrenado o a impresionarse con la desgracia ajena, nos diesen en metálico lo que se gastan en comprar el billete de avión y el hotel en el que se alojan, su ayuda sería mucho mejor recibida. Pero claro, es más bonito plantarse aquí, incordiar y luego volver a tirarse pegotes de lo vivido en la barra del bar de la esquina". No hay mucho más que decir... bueno, o sí: Javier Marías lo hace muy bien en su artículo de hoy.

La otra historia que me llega no al alma, sino a la boca del estómago, es la una secretaria de Moncloa que tras dejar su puesto de trabajo ha escrito un libro sobre la experiencia monclovita. El suplemento "Crónica" de El Mundo trae un avance del libro, donde comprobamos como el amarillismo y la estulticia se cuelan en el ideario de quien debió ser abnegada funcionaria: la señora, de cuyo nombre no quiero acordarme, dedicasu tiempo libre y su energía a revelar secretos de baja estofa, detalles privados cuando no íntimos, anécdotas que deberían permanecer tras la puerta cerrada de un lugar, la Moncloa, donde no solo se trabaja,sino que también se vive. A lo mejor a esta mujer le parece que no tiene nada de malo revelar los desencuentros de Zapatero y su señora. Pues a mí me parece una traición y una actitud más propia de un tertuliano de La Noria que de quien fue servidora pública. No sé cuanto hay de verdad en el libro, cuanto de cuento chino,cuanto de crónica política ode simple libelo. Sólo sé una cosa: hay cosas que no se pueden escribir, como hay cosas de las que no se habla y asuntos en los que no se entra. Y estos, precisamente, constituyen el material del libro de marras.

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lunes, 13 de septiembre de 2010

Arrugas

Fue como una aparción: acababa de aterrizar en Washington, y esperaba pacientemente (bueno, más o menos) la cola del control de pasaportes, cuando me volví y me encontré con uno de esos rostros vagamente familiares que tardamos unos segundos en ubicar en el lugar correcto - yo a veces tardo un poco más: este verano, en Dubrovnik, confundí a Jorge Javier Vázquez con el camarero de un bar al que voy algunas veces, y me di cuenta de quien era justo cuando ya lo había saludado cordialmente y él me contestó con una displicente sonrisa de quien está acostumbrado a los saludos de catetas desconocidas -

El caso es que reconocí a aquella anciana que ocupaba unos cuantos puestos por detrás de mí: era Vanessa Redgrave. Tenía la piel marchita y los ojos tristes - fruto supongo del cansancio del viaje y de los muchos golpes que le ha propinado la vida - y la misma expresión desorientada del resto de los viajeros a merced de la implacable administración americana,presta a maltratar a cualquiera que se deje caer por sus dominios.

Me volví hacia Marcial con la expresión enloqucida de una "groupie". Por fortuna, tengo la rara habilidad de chillar en susurros, así que pude informarle de dónde estaba exactamente la inolvidable protagonista de "Julia" sin que nadie más en la fila se percatase de que estaba a solo unos metros de una leyenda del cine. La miré extasiada mientras pude: lleva una chaqueta larga y unos pantalones anchos de aspecto cómodo, y el pelo blanco malamente recogido en una coleta. Sin embargo, había en ella algo distinto, una luz propia que me había ayudado a reconocerla entre las decenas de personas que aguardábamos el visto bueno para entrar en los Estados Unidos. Por primera vez en mi vida me planteé la posibilidad de acercarme a una desconocida por el solo placer de estrechar su mano y decirle "creo que es usted maravillosa", pero pensé que aquella mujer tenía todos el derecho a pasar desapercibida sin verse abordada por una admiradora inoportuna. Así que me contenté con ver en la distancia esos ojos magníficos y limpios, dignmente enmarcados por las arrugas naturales en todo aquel que ha vivido.

Hace unos días, en un almuerzo, coincidí con dos mujeres de unos sesenta años. Una, que debió ser atractiva, se había sometido a los dictados de la cirugía estética, y lucía un rostro inmaculado y terso, libre de pliegues y de manchas: la señora tenía mejor cutis que yo. Sin embargo, su aspecto impecable rozaba el ridículo: era como si se hubiese puesto una careta. Sus ademanes, el brillo de los ojos, las manos, las faciones incluso, delataban sin más problemas su edad real. Su piel operada era una especie de timo de la estampita en el que, me temo, sólo ella misma estaba dispuesta a caer. Frente a mí había otra mujer de la misma edad: tenía una sonrisa preciosa, los ojos vivísimos y estaba arrugada como una pasa, como corresponde a alguien de su edad. No tuve ninguna duda a cuál de las dos mujeres quiero parecerme dentro de veinte años.

Al ver a aquellas mujeres, recordé mi fugaz encuentro con Vanessa Redgrave, y cómo esa dama esplendorosa no quiso escuchar jamás el canto de sirenas de la cirugía estética. Las arrugar del rostro, todas y cada una de ellas, son el precio que hay que pagar no por haber vivido, sino por reconocerse a una misma frente al espejo. No pienso renunciar al privilegio de mis arrugas. De ninguna forma quiero convertirme en esa mujer cuyo rostro intenta disimular, en una triste máscara que a nadie engaña, el paso inexorable del tiempo que se ocupa de ponernos a todos en el lugar que nos corresponde: frente a nosotros mismos.

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domingo, 5 de septiembre de 2010

Volver a empezar

Ya he vuelto...aunque, la verdad, no me fui por voluntad propia. Problemas técnicos en el sistema me aparataron de esta bitácora durante más de cuatro meses. Ya solucionados, aquí estoy de nuevo con ganas de más. Supongo que en estos meses se habrán desconectado buena parte de quienes seguían mis comentarios, y espero poder recuperarlos en las próximas semanas.

¿Cosas que pasaron en estos meses? Habría que hacer una lista... Y me temo que si me decido acabaré olvidando anotar cosas importantes. Pese a todo, cumplí cuarenta años y lo celebré de largo, diblando además la célebre crisis de la cuarentena. A mí lo de cumplir años me parece fundamentalmente una buena excusa para tomar copas con los amigos. Y puedo asegurar que cayeron unas cuantas...

Como también durante la celebración de la victoria de España en el mundial. El fútbol me gusta moderadamente, pero me gusta. Ý, sobre todo, me interesa la épica de la victoria y la derrota, lo que hay detrás de un triunfo o de un fracaso, que son, al final, los mismos ingredientes que los que construyen las mejores piezas de la literatura, de la tragedia griega a los dramas y las comediasde Shakespeare. Es la pasión (hecha del deseo, las ambiciones, los anhelos, la ira) lo que está detrás de todo. A este respecto, la copa del mundo tuvo los tintes de una película de Hollywood: había un entrenador bondadoso puesto en entredicho por su antecesor en encargo, y una equipo de chicos que deberían ser enemigos naturales y sin embargo se respetaban y se querían. Había un portero enamorado de una chica y un puñado de malvados que torpedeaban su amor. Había un jugador bajito, pálido y feo, y un periodista a punto de inciar una nueva aventura en su vida radiofónica contándolo todo. Llegó una derrota para anteceder a un rosario de triunfos, y luego vino el delirio, el acabose, las lágrimas, el beso de tornillo, la princesa metida a reportera, la caravana de la victoria recorriendo Madrid, el niño grande del seleccionador bondadoso abrazando la copa... y los villanos, los malvados, los que se habían pasado el campeonato poniendo palos en las ruedas, rechinando los dientes y buscando una piedra con la que taparse. Fin.

El verano fue largo e intenso: cinco días en Dubrovnik con mi familia, sintiendo otra vez la caricia azul del Adriático - no hay mejor mar para bañarse - y pasenado por las callejas mil veces hermosas de la ciudad antigua. Desde que visité la ciudad por primera vez, hace ya cinco años, siempre dije que el paraíso debe ser algo muy parecido. Los niños estaban morenos y felices, y mi sobrina Marta me comentó, mientras hacíamos las maletas para acabar los días dichosos: "lo que yo no entiendo es por qué no podemos quedarnos aquí todo el verano".

Luego, unos días en Galicia, empezando por la Feria del Libro de La Coruña: Mesa redonda organizada por Ámbito Cultural - El Corte Inglés con Rosa Regás, Vanessa Montfort y Fernando Marías. Mucha gente en la carpa, reencuentro con mis amigas de la librería NOS, visita de algunos lectores... luego, una cena con sobremesa larguísima y al día siguiente, un paseo con los forasteros por la ciudad vieja.

Los últimos doce días de agosto nos fuimos Marcial y yo a Estados Unidos: Nueva York y Chicago, donde nos esperaba Eduardo y el apartamento más bonito del mundo, en el piso 55 de un rascacielos vecino de la torre Hancock. Nuevos amigos, nuevos rincones de la ciudad que ya conocíamos y la oportunidad de reencontrar a Eduardo, que es amigo mío desde hace 22 años, y que se fue de España hace quince. En este tiempo hemos sostenido el afecto con encuentros fugaces en Nueva York y Madrid, correos electrónicos, largas llamadas de teléfono y la voluntad de no olvidarnos. Fue estupendo pasar a su lado esos cuatro días para reeditar la época de la Universidad.

Estaba en Chicago cuando murió mi abuelo. Llevaba un año muy enfermo, y su muerte no me cogió de sorpresa. El corazón estaba preparado desde hace semanas para que sucediera, pero fue duro estar tan lejos cuando sucedió. Yo era su nieta mayor: cuando nací, él tenía solo cincuenta años. Fue un abuelo atípico, nada amigo de cantar canciones ni de jugar. Se jubiló todo lo tarde que pudo, y mantuvo el tipo hasta el final. Era generoso, muy divertido, tenía sentido del humor y era milagrosamente sociable. Le gustaba bailar, fumar, tomar copas, y creo que si alguna vez sintió admiración por mí fue aquel día que me tomé frente a él media botella de tequila. Cuando ya sabía de su muerte, y mientras observaba el espectacular atardecer con el sol tiñendo de oro el cristal y el acero, pensé lo bueno que hubiese sido que la edad y la muerte lo hubieran respetado para siempre, yque me abuelo se hubiese sumido en unos eternos setenta años que fueron, creo, su mejor edad.

En Nueva York, paseos larguísimos y compras descabelladas. Nos quedamos en un club privado frente al hotel Plaza, y durante seis días desayuné viendo los árboles de Central Park. Una noche en que subíamos al restaurante para tomar una copa frente al atardecer rosado de Manhattan, compartimos ascensor con una pareja de película: él, enjuto y firme, de impecable traje veraniego, pelo levemente engominado y el aire intemporal de los caballeros ancianos que describía Edith Wharton. Ella, menuda y bajita, en un traje blanco y negro rematado con enormes perlas de tres vueltas, sombrero diminuto... ¡ y guantes blancos! Aquellos guantes blancos en el ferragosto neoyorquino son uno de los más singulares recuerdos de un verano feliz.


Estos meses me han servido para acabar una novela juvenil titulada "Sombras" que se publicará el próximo mes de octubre. Nada que ver con mi anterior producción: sangre, crímenes impunes, un amor secreto. Es una historia pensada para los más jóvenes y que va a publicar Destino Juvenil. Que la suerte me acompaña, que falta hace. Además, sigue avanzando la adaptación de mi novela "Hotel Almirante", que llevará a la pantalla en formato televisión una pequeña productora gallega. Cuando empiezan a hablarme de localizaciones, de actores, de nombres que pondrán cara a los personajes de Juan´Sebastián Arroyo, Javier Aldao o Lía Leal, recuerdo el consejo que me dio hace tiempo el añorado Jesús Díaz: en caso de adaptación de un texto tuyo "take de money and run". Toma el dinero y corre... en fin, tendría que volver a nacer. Tengo la mala costumbre de meter las narices hasta donde me lo consientan, y esta vez no va a ser una excepción.

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