Los niños llamados
Siempre he pensado que adoptar a un niño implica un acto de amor mucho más firme que el de engendrarlo y tenerlo. Los hijos de dos grandes amigas son adoptados, y he conocido de cerca la lucha sin cuartel que supuso para las dos el hacerlo suyos. Comparti con mis amigas las dudas, los miedos, la espera interminable, una burocracia que parecía sacada de un cuento de kafka.
Las historias de mis amigas tvieron un final feliz, y pudieron recoger a sus niños. Uno estaba en un orfanato de una ciudad rusa. El otro, en un hospicio de Katmandú. Ambos habían sido abandonados por sus padres, y ambos empezaron en Madrid una vida nueva, llena de afecto y de oportunidades. No sé si algún día entenderán las suerte que tuvieron.
Iniciar un proceso de adopción es una tarea titánica que no todo el mundo es capaz de asumir. Supongo que quien se embarca en un viaje así lo hace después de pensarlo mucho, de darle cincuenta mil vueltas, de sopesar pros y contras. Además, el tiempo de espera hasta que llega el niño es tan largo que uno tiene mil ocasiones para echarse atrás. Para pensárselo mejor.
Algunos no lo hacen. O sí, pero son tan descerebrados que piensan que se van a traer a un cactus de esos que se colocan en cualquier sitio de la casa y con regarlos malamente una vez al mes resisten, tan felices. Ess son los que luego forman ese 1,5 por ciento de padres adoptivos que devuelven a los niños porque la experiencia no es tan maravillosa como ellos esperaban.
No digo que no haya algún caso extremo. Recuerdo el de una desdichada pareja que adoptó a dos hermanos rusos que se revelaron como perfectos ejemplos de delicnuentes juveniles. Los dos prendas, ya entraditos en años, eran extremadamente violentos. Sus padres tuvieron que devolverlos.
Pero ejemplos como ese no pueden conformar el 1,5 por ciento de las adopciones. Hace tiempo, una funcionaria que trabaja en los servicios sociales gallegos me contaba el caso horripilante de un matrimonio de médicos que habían adoptado a dos hermanos, muy pequeños los dos. Seis meses después de que los niños entrasen en casa, los devolvieron porque daban mucho trabajo. Eso era todo. No eran dos asesinos, ni dos psicópatas, ni dos navajeros. Eran dos chiquillos que lloraban, se peleaban, se ponían malitos, pedían agua a gritos a las cinco de la mañana y se negaban a comer acelgas.
Vamos, lo que llevan haciendo los niños desde que el mundo es mundo.
Pero aquella pareja de hijos de puta se quejaban de la lata que les estaban dando los chavales. Los imbéciles debían pensar que habían adoptado una pareja de hamsters que sólo necesitaban agua, pienso y una rueda de plástico bien engrasada para entretenerse.
Y los pusieron en manos de los servicios sociales.
Lo que yo creo es que en casos como este la administración debería tener derecho a reclamar a los padres de quita y por los gastos de manutención y estudios de los niños develtos hasta que estos estuviesen en condiciones de mantenerse. No tiene sentido que alguien se empeñe en traerse a un niño desde el culo del mundo para luego desentenderse de él.
La semana pasada, una americana devolvió a rusia el niño que acababa de adoptar aduciendo que se portaba fatal. El crío tenía seis años, así que, por mal que se portara, tampoco iba a ser el Petiso Orejudo. Pero la muy madraza lo metió solo en un avión y lo mandó de vuelta a su patria chica.
Hoy, en El Mundo, se recogía el testimonio de un foro de internet en donde una miserable pedía una solución para su caso: ella y su marido tenían dos niños adoptados. Se habían divorciado y habían rehecho sus vidas respectivas. Ambos tenían hijos con sus nuevas parejas, y hete aquí que ahora los adoptaditos les estorban a los dos. Esa tía despreciable, Mariola se llamaba, decía que el estado "tenía que darle una solución a su problema".
Una solución, dice. A mí se me ocurren varias para ese tipo de personas, pero ninguna de ella es legal.
Lo que yo me pregunto ahora es ¿a dónde se devuelve a los padres como Mariola?
Las historias de mis amigas tvieron un final feliz, y pudieron recoger a sus niños. Uno estaba en un orfanato de una ciudad rusa. El otro, en un hospicio de Katmandú. Ambos habían sido abandonados por sus padres, y ambos empezaron en Madrid una vida nueva, llena de afecto y de oportunidades. No sé si algún día entenderán las suerte que tuvieron.
Iniciar un proceso de adopción es una tarea titánica que no todo el mundo es capaz de asumir. Supongo que quien se embarca en un viaje así lo hace después de pensarlo mucho, de darle cincuenta mil vueltas, de sopesar pros y contras. Además, el tiempo de espera hasta que llega el niño es tan largo que uno tiene mil ocasiones para echarse atrás. Para pensárselo mejor.
Algunos no lo hacen. O sí, pero son tan descerebrados que piensan que se van a traer a un cactus de esos que se colocan en cualquier sitio de la casa y con regarlos malamente una vez al mes resisten, tan felices. Ess son los que luego forman ese 1,5 por ciento de padres adoptivos que devuelven a los niños porque la experiencia no es tan maravillosa como ellos esperaban.
No digo que no haya algún caso extremo. Recuerdo el de una desdichada pareja que adoptó a dos hermanos rusos que se revelaron como perfectos ejemplos de delicnuentes juveniles. Los dos prendas, ya entraditos en años, eran extremadamente violentos. Sus padres tuvieron que devolverlos.
Pero ejemplos como ese no pueden conformar el 1,5 por ciento de las adopciones. Hace tiempo, una funcionaria que trabaja en los servicios sociales gallegos me contaba el caso horripilante de un matrimonio de médicos que habían adoptado a dos hermanos, muy pequeños los dos. Seis meses después de que los niños entrasen en casa, los devolvieron porque daban mucho trabajo. Eso era todo. No eran dos asesinos, ni dos psicópatas, ni dos navajeros. Eran dos chiquillos que lloraban, se peleaban, se ponían malitos, pedían agua a gritos a las cinco de la mañana y se negaban a comer acelgas.
Vamos, lo que llevan haciendo los niños desde que el mundo es mundo.
Pero aquella pareja de hijos de puta se quejaban de la lata que les estaban dando los chavales. Los imbéciles debían pensar que habían adoptado una pareja de hamsters que sólo necesitaban agua, pienso y una rueda de plástico bien engrasada para entretenerse.
Y los pusieron en manos de los servicios sociales.
Lo que yo creo es que en casos como este la administración debería tener derecho a reclamar a los padres de quita y por los gastos de manutención y estudios de los niños develtos hasta que estos estuviesen en condiciones de mantenerse. No tiene sentido que alguien se empeñe en traerse a un niño desde el culo del mundo para luego desentenderse de él.
La semana pasada, una americana devolvió a rusia el niño que acababa de adoptar aduciendo que se portaba fatal. El crío tenía seis años, así que, por mal que se portara, tampoco iba a ser el Petiso Orejudo. Pero la muy madraza lo metió solo en un avión y lo mandó de vuelta a su patria chica.
Hoy, en El Mundo, se recogía el testimonio de un foro de internet en donde una miserable pedía una solución para su caso: ella y su marido tenían dos niños adoptados. Se habían divorciado y habían rehecho sus vidas respectivas. Ambos tenían hijos con sus nuevas parejas, y hete aquí que ahora los adoptaditos les estorban a los dos. Esa tía despreciable, Mariola se llamaba, decía que el estado "tenía que darle una solución a su problema".
Una solución, dice. A mí se me ocurren varias para ese tipo de personas, pero ninguna de ella es legal.
Lo que yo me pregunto ahora es ¿a dónde se devuelve a los padres como Mariola?
Etiquetas: Adopciones