El tiempo que nos toca
Ayer cambió la hora: a las dos fueron las tres. Ganamos, pues, un precioso tiempo de luz que me eleva el ánimo, igual que el cielo azul o la ausencia de lluvia. Sin embargo, nopuedo evitar pensar donda esta esa hora perdida, la hora que nos han robado, esa hora en la que podrían haber pasado cosas importantes.
Una semana rara y larga, marcada por la espera de una noticia que podría haber sido mala y al final fue buena: una amiga aguardaba los resultados de una biopsia, y los que la queremos los esperábamos con ella sintiendo como el reloj avanzaba despacio en dirección a la cita con el médico. Cuántas cosas da tiempo a pensar cuando se tiene miedo, como luchan de forma encarnizada los malos y los buenos pensamientos.La imaginación es a veces un incordio, pero o se puede prescindir de ella a voluntad, así que unas se me iban y otras se me venían hasta que llegó al final la noticia tranquilizadora. Todo está bien. Todo está en su sitio. En ese momento, el mundo se vuelve luminoso y distinto, y los cinco sentidos se preparan para asimilar felizmente cada brizna de belleza que puede brindar la vida.
Pasé el jueves en Santiago, bajo una lluvia tenaz y un viento helado y severo que obligó a abortar el aterrizaje en Lavacolla. Marcial y yo íbamos enredados en una conversación,y supongo que eso me puso a salvo del miedo. Después de un par de vueltas, tomamos tierra sin problemas y agradecí al destino el que fuese yo, y no mi hermana - que tiene pánico a los problemas aéreos - la que estuviese dentro del avión.
Nos alojamos en el Hostal, que es el hotel más bello del mundo - sólo le hace la competencia el Hotel Monasterio, en el corazón del Cuzco, una increíble misión colonial de jesuítas convertida ahora en prodigioso albergue de viajeros - . Allí voy a dar mi conferencia. Al visitar la antigua capilla y ver la cantidad de sillas que hay dispuestas, me entra el miedo escénico a la perspectiva de una sala vacía. Añoro esas pequeñas salas donde uno puede reunirse con quince lectores, las bibliotecas recoletas, incluso las aulas de los colegios. La capilla, con sus rejas de quinientos años y el retablo de pan de oro, impone y me preocupa. Mis anfitriones, de la Facultad de Medicina, me dicen que no hay razón para preocuparse:se llena siempre. Yo no las tengo todas conmigo. Me asomo a la plaza del Obradoiro, para que la belleza de la catedral y del palacio de Raxoi lo ocupe todo. Llueve en Santiago, como dijo - también - García Lorca, y el agua arranca a la piedra un brillo que sería imposible si el sol brillase.
Como habían predicho el profesor Garabal y el Presidente Albor, la sala se llena. Casi todos son estudiantes de la Facultad de Medicina. Sé que acuden atraídos por el crédito que otorga la asistencia a todo el ciclo de conferencias que estoy cerrando, pero no me gustaría que se aburriesen. No sé si les gusta leer, si saben algo de los libros que menciono, así que no pierdo de vista sus gestos: cualquiera un poco acostumbrado a hablar en público sabe cuando los oyentes están atentos, y cuándo lo que se les cuenta ha dejado de importarles.
Les hablo de Thomas Mann, de Tolstoi, de Chéjov. Les hablo de Camilo José Cela,de Gesualdo Buffalino - su "Perorata del apestado" me ha conmovido extrañamente - de García Márquez. Les leo pasajes de "La peste" y de "Las puertas del Paraíso". Mientras hablo, voy cayendo en la cuenta de que casi todo el público está compuesto por mujeres. Chiquillas de veinte años que superan en número a sus compañeros varones. ¿Quién puede hablar de absurdas cuotas a estas jóvenes que hacen por su cuenta la guerra de la igualdad a base de trabajo y buenas notas?
Después de la conferencia, Marcial y yo nos vamos a cenar con dos amigos. Luego, cuando ellos se retiran, nosotros dos damos un paseo bajo la ciudad envuelta en lluvia. El conserje nos ha dejado un paraguas medio roto que nos protege de un aguacero manso y persistente. Marcial, que ha vivido en la ciudad en su época universitaria, me lleva por calles y rincones. No hay mucha gente: la lluvia disuade a los noctámbulos y, de todas formas, la ciudad ha cambiado y también la población de estudiantes.
Cuando nos paramos en la Plaza de Fonseca, con todos los camelios en flor, suena la campanada solitaria de un reloj que parece rebvotar ne las piedras. Las farolas arrojan una luz amarilla y débil: la luz justa para el lugar, para el silencio, para la lluvia. El suelo está salpicado de camelias marchitas mientras cientos de flores revientan en los arbustos. Nos quedamos allí un buen rato y le digo a Marcial que, posiblemente, en ese momento no haya un lugar tan bonito en ningún rincón del mundo.
Al llegar a Madrid nos reciben al tiempo el sol y las buenas noticias. Llego a casa contenta como nunca, con el recuerdo de Santiago mezclado con la inyección de las buenas nuevas. Abro la ventana del salón y dejo que entre el primer aire tibio del año. Y doy las gracias porque me haya tocado vivir este tiempo.
Una semana rara y larga, marcada por la espera de una noticia que podría haber sido mala y al final fue buena: una amiga aguardaba los resultados de una biopsia, y los que la queremos los esperábamos con ella sintiendo como el reloj avanzaba despacio en dirección a la cita con el médico. Cuántas cosas da tiempo a pensar cuando se tiene miedo, como luchan de forma encarnizada los malos y los buenos pensamientos.La imaginación es a veces un incordio, pero o se puede prescindir de ella a voluntad, así que unas se me iban y otras se me venían hasta que llegó al final la noticia tranquilizadora. Todo está bien. Todo está en su sitio. En ese momento, el mundo se vuelve luminoso y distinto, y los cinco sentidos se preparan para asimilar felizmente cada brizna de belleza que puede brindar la vida.
Pasé el jueves en Santiago, bajo una lluvia tenaz y un viento helado y severo que obligó a abortar el aterrizaje en Lavacolla. Marcial y yo íbamos enredados en una conversación,y supongo que eso me puso a salvo del miedo. Después de un par de vueltas, tomamos tierra sin problemas y agradecí al destino el que fuese yo, y no mi hermana - que tiene pánico a los problemas aéreos - la que estuviese dentro del avión.
Nos alojamos en el Hostal, que es el hotel más bello del mundo - sólo le hace la competencia el Hotel Monasterio, en el corazón del Cuzco, una increíble misión colonial de jesuítas convertida ahora en prodigioso albergue de viajeros - . Allí voy a dar mi conferencia. Al visitar la antigua capilla y ver la cantidad de sillas que hay dispuestas, me entra el miedo escénico a la perspectiva de una sala vacía. Añoro esas pequeñas salas donde uno puede reunirse con quince lectores, las bibliotecas recoletas, incluso las aulas de los colegios. La capilla, con sus rejas de quinientos años y el retablo de pan de oro, impone y me preocupa. Mis anfitriones, de la Facultad de Medicina, me dicen que no hay razón para preocuparse:se llena siempre. Yo no las tengo todas conmigo. Me asomo a la plaza del Obradoiro, para que la belleza de la catedral y del palacio de Raxoi lo ocupe todo. Llueve en Santiago, como dijo - también - García Lorca, y el agua arranca a la piedra un brillo que sería imposible si el sol brillase.
Como habían predicho el profesor Garabal y el Presidente Albor, la sala se llena. Casi todos son estudiantes de la Facultad de Medicina. Sé que acuden atraídos por el crédito que otorga la asistencia a todo el ciclo de conferencias que estoy cerrando, pero no me gustaría que se aburriesen. No sé si les gusta leer, si saben algo de los libros que menciono, así que no pierdo de vista sus gestos: cualquiera un poco acostumbrado a hablar en público sabe cuando los oyentes están atentos, y cuándo lo que se les cuenta ha dejado de importarles.
Les hablo de Thomas Mann, de Tolstoi, de Chéjov. Les hablo de Camilo José Cela,de Gesualdo Buffalino - su "Perorata del apestado" me ha conmovido extrañamente - de García Márquez. Les leo pasajes de "La peste" y de "Las puertas del Paraíso". Mientras hablo, voy cayendo en la cuenta de que casi todo el público está compuesto por mujeres. Chiquillas de veinte años que superan en número a sus compañeros varones. ¿Quién puede hablar de absurdas cuotas a estas jóvenes que hacen por su cuenta la guerra de la igualdad a base de trabajo y buenas notas?
Después de la conferencia, Marcial y yo nos vamos a cenar con dos amigos. Luego, cuando ellos se retiran, nosotros dos damos un paseo bajo la ciudad envuelta en lluvia. El conserje nos ha dejado un paraguas medio roto que nos protege de un aguacero manso y persistente. Marcial, que ha vivido en la ciudad en su época universitaria, me lleva por calles y rincones. No hay mucha gente: la lluvia disuade a los noctámbulos y, de todas formas, la ciudad ha cambiado y también la población de estudiantes.
Cuando nos paramos en la Plaza de Fonseca, con todos los camelios en flor, suena la campanada solitaria de un reloj que parece rebvotar ne las piedras. Las farolas arrojan una luz amarilla y débil: la luz justa para el lugar, para el silencio, para la lluvia. El suelo está salpicado de camelias marchitas mientras cientos de flores revientan en los arbustos. Nos quedamos allí un buen rato y le digo a Marcial que, posiblemente, en ese momento no haya un lugar tan bonito en ningún rincón del mundo.
Al llegar a Madrid nos reciben al tiempo el sol y las buenas noticias. Llego a casa contenta como nunca, con el recuerdo de Santiago mezclado con la inyección de las buenas nuevas. Abro la ventana del salón y dejo que entre el primer aire tibio del año. Y doy las gracias porque me haya tocado vivir este tiempo.
Etiquetas: Facultad de Medicina, Hostal de los Reyes Católicos, Santiago