domingo, 20 de septiembre de 2009

Los sentidos

Acaba de terminar el europeo de baloncesto, y he visto a nuestros chicos colgarse el oro. Emociona ver llorar al gran Pau Gasol, que lo ha ganado todo y sigue disfrutando de cada triunfo y peleando hasta el último punto. Gran partido, gran victoria, gran equipo y gran alegría.

Leo "Un minuto de silencio", de Siegfried Leinz. Es la primera novela sobre el amor que escribe este autor, que tiene 82 años y está considerado un autor de culto en Alemania. Una historia hermosa, de una sencillez notable, conmovedora y triste.

Veo la segunda temporada de Mad Men, la serie de culto que arrasa en los Emmy. Magníficos guiones, magníficos personajes, magnífica ambientación en el Nueva York de las primeras grandes agencias publicitarias, en plena era Kennedy. Es el retrato de una generación autosuficiente, ambiciosa, ignorante de muchas cosas, sumida en una inocencia que sabemos muy cerca de quebrarse. El final de la segunda temporada es de esos que te hace desear desesperadamente el lanzamiento de la tercera.

Escucho a Cecilia Bartoli, pero no a través de su último trabajo "Sacrificium", en el que interpreta temas compuestos para los castrati, sino en vivo: la entrevistamos en la radio, y me sorprende su sencillez, su alegría, su absoluta falta de afectación. Es la antidiva...y una de las grandes voces del Bel Canto del siglo XXI. La escuché en Madrid, en 1989, junto a mi amigo Eduardo. Ahora, Eduardo vive en Chicago, en amistosa cercanía con Oprah y John Cusak - que son sus vecinos -y tiene entradas privilegiadas para los mejores conciertos. Pero yo he abrazado a la Bartoli. Recordé a Eduardo cuando me despedí de ella, y escuché no el Casta Diva sino la voz de mi amigo, que está tan lejos. Luego, por la noche, escucho a la banda de Mastretta en el concierto al aire libre que organiza el hotel Kafka como contribución a "La noche en Blanco"

Acaricio el cabello de las tres niñas: Raquel, Ana, Marta. Están conmigo en el jardín de la casa de Sacha, donde hemos pasado la tarde del sábado. Les cuento historias reales que exagero a la medida de su gusto. Las niñas miran con la boca abierta a esta señora que les cuenta barbaridades y les hace prometer que no intentarán imitarlas.

Huelo mi propio perfume, "Escala en Portofino", de Dior. Llevo días sin usarlo, y hoy cierro los ojos y presiono el pulverizador. Es una aroma fresco, floral, con notas cítricas. Se quedará en mi cuello hasta el final del día.

Saboreo un pezado de hojaldre cubierto de chocolate y almendras. Es delicioso, dulce y crujiente, y mientras doy buena cuenta de él no pienso en calorías ni en grasas. El hojaldre se deshace y se desparrama sobre mi camiseta mientras un trocito de chocolate se derrite debajo de mis dedos. Los chupo hasta borrar los rastros, en lo que se me antoja una reivindicación del placer.

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domingo, 13 de septiembre de 2009

El dolor

Esta ha sido una semana rara. Una semana atroz. Una semana determinante, de esas que marcan una nueva frontera en el mapa de la vida. En mi particular cartografía, hay desde esta semana indeseable un margen nuevo, un borrón que dice hasta aquí, a partir de aquí. Ojalá pudiese borrar esta semana. Interrumpir el cursos de las cosas a las cuatro menos diez de la tarde del martes, cuando se paró el mundo y empezó otra historia terrible. Cuando aprendí de golpe a entender una nueva dimensión del dolor.

Mi teléfono movil sonó a esa hora. Era M., mi amigo de la universidad, una persona que constituyen uno de lospilares básicos de mi pasado. Alguien sin cuya presencia mi vida, entre los dieciocho y los veinticinco años, hubiese sido completamente distinta. M. y yo estábamos preparando un reencuentro junto con otro viejo amigo cuya pista habíamos perdido por la misma razón por la que a veces se pierde la pistade la gente que uno quiere: por nada en particular. La fecha del reencuentro estaba inicialmente fijada para el próximo viernes, así que cuando vi el nombre de M. brillando en la panatallita de mi móvil pensé que aquella llamada serviría para fijar definitivamente fecha y hora de una cena largamente esperada. Pero me equivocaba. Porque aquella llamada de M. sólo iba a servir para desencadenar el horror.

Me lo dijo en un puñado de palabras que me zumban en la cabeza desde entonces: "se ha muerto mi hija". Me hicieron falta unos segundos para procesarlas. Para admitir que,en efecto, lo había entendido bien. No pregunté nada, salvo el nombre del hospital donde estaban. Cogí mi bolso de un zarpazo y salí a la calle con un vestido viejo y el alma encogida en un nuevo horror, consciente de que lo que iba a vivir no se parecía en nada a lo que llamamos vida.

Allí empezaron cuarenta y ocho horas que me parecen semanas. Meses incluso, comosi el dolor tuviese la capacidad de estirar de el tiempo, de multiplicar el valor de las horas. Miraba el reloj y me sorprendí de que sólo hubiesen pasado cinco minutos,que en aquellas circunstancias pesaban como toda una vida. M. y su mujer A., en un gesto de valentía y de generosidad sin límites, accedieron a donar los órganos de su hijita de cinco años,que aún respiraba, que parecía dormida y no muerta. Alguien les dijo que había un niño de tres años esperando desesperadamente un corazón que le devolviese a la misma vida que ya no tenía su niña. Y dijeron que sí. Espero que los padres de ese bebé recuperado hayan tenido, en su legítima alegría, un momento de recuerdo para mis amigos, que en el medio de la pena infinita supieron pensar también en el dolor de los demás.

En los dos días que pasaron desdeque murió B. y hasta que pudieron por fin enterrarla pasaron cosas extrañas e intensas. Los amigos desperdigados volvimos a reunirnos, a veces paa comprobar que no todo había cambiado. L. seguía siendo el mismo bruto tierno de siempre. E. se había convertido en un adulto admirable, que tomó las riendas de todo y encabezó la cruzada para conseguir que M. se comiese un bocadillo o accediese a volver a casa para dormir unas horas. Él fue quien puso equilibrio en el dolor de todos, quien administró la pena, quien dio instrucciones precisas paraque los que estábamos allí fuésemos una ayuda y no un estorbo.

Luego llegó S., el amigo perdido al que pensaba recuperar el día 18 después de tanto tiempo. Me abracé a él, como si yo fuese un náufrago, y en ese gsto recuperé quince años perdidos que nunca debimos dejar que pasaran. Hablamos con la confianza y el abandono de otra época, sólo que más tristes y más desesperanzados que nunca. No tendría que haber sido así, pero no somos nosotros quien dicta las reglas.

Me consuela levemente pensar que M no estuvo solo en su calvario infinito. Que estábamos con él para llorar, para abrazar, para hacer una caricia. Y bendigo ahora tantos, tantísimos momentos de alegría que compartimos en el pasado. En una vida que ya no existe para ninguno de nosotros. Ahora me pregunto por qué no aprendemos a defender con uñas y con dientes cada uno de esos instantes felices. Por qué no ponemos de verdad en su sitio las cosas que importan, e impedimos que nada las contamine antes de que suene el teléfono y el mundo entero se vuelva del revés.

Cuando acabó todo - o cuando empezó - mi hermana y yo salimos juntas del cementerio para tomar un taxi. El conductor que nos llevó al centro sabía de dónde veníamos, y tuvo la delicadeza de pensar que en aquel sitio uno sólo puede estar haciendo una cosa. Aquel hombre dedicóel viaje a mimarnos tiernamente, a preguntarnos por la temperatura del coche, a tranquilizarnos con respecto al tráfico. Cuando le pagué, en un gesto deseperado, me puso en la mano un puñado de caramelos. Aquel buen hombre había buscado una mínima forma de consuelo. Se me saltaron las lágrimas cuando recibí aquellos dulces, prueba incuestionable de que el mundo está salpicado de buenas personas que se conmueven ante el dolor de los demás.

Los caramelos que me dio el taxista fueron un bálsamo mínimo para mi pena, como supongo que lo fueron para Manolo nuestros abrazos y nuestras palabras de aliento. La tristeza es la misma, pero conforta saber que uno no está solo, que alguien quiere compartir tu dolor.

Ha empezado otra etapa.

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lunes, 7 de septiembre de 2009

Hecho aislado

Este fin de semana, varios centenares de alegres jóvenes decidieron hacer uso de su libertad y celebrar las fiestas de Pozuelo con un macrobotellón, de esos autorizados, sino oficial, sí al menos oficiosamente por las autoridades, que en estos asuntos del bebercio en plaza pública suelen comportarse en plan monos de Gibraltar: haciéndose los ciegos, los sordos y los mudos.

El caso es que los jacarandosos muchachos se reunieron en plaza pública, y, animados sin duda por la sana alegría y franco ambiente, a alguno se le fue un pelín la pinza y le abrieron la cabeza a uno de los participantes en el jolgorio. El chaval, un exagerado,se fue a pedir árnica al Samur quien, en exagerado ejercicio de celo, avisó a la policía de que había llegado un chaval con la cabeza rota y sangrando como un cochino.

Los policias, macarras y provocadores,fueron a ver qué pasaba. Se colaron en la fiesta como vulgares canaperos, sin que nadie les invitara, con el propósito de turbar la paz y la armonía que reinaba entre aquella grey de postadolescentes dicharacheros y vitales. Y ellos, que los vieron, no pudieron aguantarlo más, y les recibieron con una contundente lluvia de botellas y pedradas.

¿A qué no sabéis lo que hicieron los agentes del orden en vez de comerse la lapidación, restañarse las heridas y marcharse al cuartel con el rabo entre las piernas? Pues repeler la agresión, los muy bestias. Y claro, se armó, porque a las provocaciones hay que responder como es debido. El sábado en Pozuelo devino en batalla campal, conveinte policías heridos y un puñado de festejantes detenidos y en el calabozo. Eso sí, antes dieron lo suyo. Entre otras cosas, tuvieron tiempo a asaltar la comisaría, para dejar clarito quien manda en Pozuelo.

He escuchado las declaraciones de los botelloneros y no tienen desperdicio: "Les lanzamos botellas y fueron a por nosotros, los muy perros" "No nos dejan divertirnos" "No nos dan alternativas". Hay que ver. Qué represión, Cristo bendito. Ni en tiempos de Franco.

La policía - diez de cuyos números acabaron en el hospital con la crisma partida - detuvo a veinte de los botelloneros, siete de los cuales son menores. El padre de uno de ellos ya hasalido diciendo que su hijo no hacía nada, que sólo pasaba por allí y que lo trincaron. Le faltó añadir eso de que es muy buen niño, y que su problema son las compañías. Si los padres de los mismos mastuerzos que apedrearon a las fuerzas del orden se preocupasen más de meter en cintura a sus hijos que de defender una inocencia en la que no pueden creer, otro gallo nos cantara a todos.

Claro que, para cantar, el alcalde de Pozuelo. Empezó aclarando que de los detenidos, sólo dos eran de Pozuelo, como si eso pudiese servir de premio de consolación: como los macarras son de otro barrio, no hay de que preocuparse. También se ha apresurado en aclarar que lo del sábado es "un hecho aíslado". Ya. Y el lanzamiento de la bomba atómica. Y lo de las torres gemelas. Y el incendio de Alcalá 20. Por suerte, no son cosas que sucedan a diario. Pero no por eso hay que dejarlas pasar.

En España, el problema del botellón ha alcanzado proporciones estratosféricas. En mi barrio, cada fin de semana, hordas de salvajes invaden la Plaza de Chueca sin que la autoridad haga nada por frenarles. Cuando uno telefonea al 062 pidiendo la intervención de la policía municipal, recibe explicaciones peregrinas, como "tenemos miedo de que nos arreen un botellazo". Hace dos años se promulgó una ordenanza municipal que prohibe consumir alcohol en la calle, y que jóvenes y policías ignoran sistemáticamente.

En Milán, consumir alcohol en la calle lleva aparejado una multa de doscientos euros. Si todo el cafre que se dedica al botellón tuviese que aflojarse el bolsillo al ser sorprendido trasegando alcohol en la vía pública, a lo mejor el fin de semana siguiente caía en la cuenta que le resulta más barato tomarse las copas en Joy Eslava. Lo que no de puede hacer es mandar a cuatro policías a poner orden entre doscientos jóvenes, y que encima los agentes llegan compadreando con los botelloneros, haciendo risas y hasta echándose un cigarrito, como presencié yo el fin de semana pasado.

La cosase está poniendo cada vez peor. Los hechos aislados se repiten. El de Pozuelo se saldó con múltiples destrozos y dos policías gravemente heridos. El próximo hecho aislado puede acabar trayendo consecuencias imprevisibles. Y entonces sí, por las maas e in extremis, se tomarán medidas.

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jueves, 3 de septiembre de 2009

Vaqueros largos

Desde mediados del mes de junio, al menos por la mañana, en Madrid no se podíasalir de casa con vaqueros largos, porque te recocías las piernas. Para mí, que tengo en el tejano mi indumentaria favorita - en invierno, con jersey de cuello vuelto; en verano, con camiseta - lo de no poder ponerme vaqueros hasta que llegaba la noche eraun problema, y de los gordos. Aprovechando que este año se llevaban, me compré dos pares de vaqueros cortos, que me colocaba con la sensaciónde estar muy cómoda y de ir haciendo un poco el ridículo: "en llegando" a los cuarenta, cuanto menos enseñe una, mejor. Por eso, esta mañana, al bajar a hacer la compra, fue un placer descubrir que la veda de los vaqueros largos ha terminado y, por tanto, puedo desterrar al fondo del armario estos jeans cortitos, más propios de una adolescente de "Sensación de vivir" que de una respetable dama a la que el otro día un repartidor de cocacola le dijo a grito pelado: "Qué buena está usted, señora!!". Y es que cuando te piropean con el usted por delante hay que aceptar el hecho de que se inicia el declive y la caída. Así que demos la bienvenida al fin de los calores y a los pantalones largos, tan favorecedores en cualquier estación.

Sigo escribiendo mi novela de misterio. Lo estoy pasando estupendamente. No sé qué va a pasar con la historia - ni siquiera tengo editor - pero, en cualquier caso, que me quiten lo bailado.

Ayer, cena en casa de mi hermana Susana. Tuve que retirarme la primera, porque tenía radio, pero lo pasamos muy bien. Habían venido cuatro amigos para celebrar su cumpleaños, y mi sobrina Marta estaba negra porque no acababan de entregarle los regalos que le habían traído. En un momento se acercó a mí para compartir su inquietud, y me susurró "creo que se los van a llevar".

Carlota del Amo, de Lumen, me envía un volumen que recoge la correspondencia de Emily Dickinson. Siento curiosidad por las cartas de esta mujer, voluntariamente encerrada en lacasa familiar, donde pasó los últimos veinte años de su vida leyendo y escribiendo, siempre vestida de blanco.

Sigo la evolución de informaciones sobre la gripe A. Hablo con un médico que insiste en que es una gripe mucho menos virulenta que otras, y que aunque es muy contagiosa, lo normal es superarla sin mayores problemas. Escucho las declaraciones de la ministra de Sanidad - que me temo que cuando le dieron el puesto no podía ni imaginarse el marrón que le iba a tocar comerse - y me sorprendo al escuchar que "habrá vacuna para todo el que la necesite". Vamos a ver... esto ¿no es una epidemia? En ese caso, la vacuna la necesitamos todos, pues todos somos susceptibles de contagiarnos. Lo que tiene que haber "para el que lo necesite" es el tratamiento. Vamos, digo yo. Cuando escucho hablar a Trinidad Jiménez - ´de cuyo insolidario comportamiento en un restaurante fui testigo hace unos años - echo de menos al frente de ese ministerio aun científico,a un biólogo, a un médico. A alguien que no confunda vacuna con medicina. A alguien que sepa interpretar la información. Es evidente que esta señora no sabe lo que tiene entre manos, y por eso de ella parten informaciones confusas y desconcertante.

Leo los cuentos de Eudora Welty que olvidé meter en la maleta, y lamento no haber descubierto antes a esta autora. Me pregunto cuantos escritores sublimes ignoramos. Cuantos libros nos perdemos. Cuantas obras maestras cuya existencia desconocemos pululan por las librerías, condenados primero al ostracismo de las estanterías, al exilio de las devoluciones después, al olvido final.

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