jueves, 26 de marzo de 2009

Idas y venidas

Viajes de promoción, idas y venidas. Ayer en Santiago, encuentro con periodistas. Tomo el avión a las ocho menos cuarto, lo cual quiere decir que me levanto a las seis. No valgo para los madrugones, que me dejan hecha unos zorros. En Santiago me recibe un día luminoso y bello y la sagaz Noa, cuya eficacia es casi sobrenatural: ha cerrado catorce entrevistas con otros tantos medios, sin retrasos ni tiempos muertos. La única parada es para comer. Pasamos el día en el Hostal de los Reyes Católicos, y de vez en cuando hago escapadas fugaces a la Plaza del Obradoiro para pensar, una vez más, que es imposible que haya en todo el mundo un lugar tan precioso.

Por la tarde me recoge Ignacio y me lleva a La Coruña. Allí me esperan mis amigos: Úrsula, Javier y Pepón, con quienes, olvidando que estoy medio muerta, ceno mejor que bien en el Gaioso. Luego hago la radio desde la habitación del NH, donde alguien me ha dejado una ración de tarta de santiago que picoteo con cierta avidez entre intervención e intervención. Pensé que con la edad me volvería menos golosa, pero ya, ya...

Hoy, comida con libreros. Es estupendo reunirse con personas que viven rodeadas de libros. Es un almurzo agradable. Hablamos de "La importancia de las cosas", pero también de otras novelas, de otros autores, de la dichosa crisis que los libros intentan sortear con cierto éxito... Nada de política en la conversación, lo cual es muy de agradecer. Me voy sin acabar el postre: mi avión sale a la cinco y media, y hay peligro de overbooking, así que Ignacio me acerca a Alvedro. Durante el vuelo, leo "Toda pasón apagada", de Vita Sackville West. Está bien, pero me gustó mucho más "Los eduardianos".

Tras llegar a Madrid y dejar la maleta en casa, me voy a ver a mis sobrinos. Nachete tiene algo de fiebre, pero me da un beso. Martita me hace sentar a su lado para ver un episodio de Celia. Cuando aparece un burrito, me dice que quiere tener uno en casa, e intento distraerla de la idea peregrina hablándole de Platero y yo. Juntas decididmos que es un buen nombre para un burro, y me promete que llamará así al bicho en cuanto lo tenga.

Abro el ordenador y los correos se amontonan. Los voy contestando todos y hago el firme propósito de comprarme una blackberry para que dos días fuera de casa no provoquen atascos como este.

Mañana nos vamos a Lisboa. Dos días en un hotel precioso frente al Tajo - el lugar tiene historia: es una casa del siglo XVIII donde vivió Eça de Queiroz - dando paseos, comprando libros en Bertrand y comiendo pasteles de crema. Lisboa es una de mis ciudades favoritas, y trato de ir una vez al año. Como la he visto del derecho y del revés, me siento libre de hacer visitas turísticas, y no descarto pasar buena parte del tiempo en la biblioteca del hotel, que tiene vistas espectaculares sobre el estuario. Y el lunes, vuelta a empezar. Pero espero el paréntesis lisboeta como agua de mayo

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viernes, 20 de marzo de 2009

"La importancia de las cosas"

Este viernes me ha sabido ha sábado. Después de semanas sin hacerlo, me he levantado tarde y me he dedicado a marujear por la casa (y a mucha honra): he puesto dos lavadores, he salido a comprar comida - el regreso desde el mercando, arrastrando ocho kilos de alimentos frescos, ha sido épico - y he cocinado una olla de salsa para pasta y un kilo de chipirones en tinta.

El libro salió el martes. El miércoles tuve promoción en Madrid, y el jueves en Barcelona. La novela empieza a moverse, y más vale que lo haga: la vida de los libros es dolorosamente corta, y apenas un par de semanas separan cada novela de la siguiente novedad de peso que condenará al libro a la galera de las estanterías (en el mejor de los casos) o a los almacenes de devoluciones. Por eso siento cierta ansiedad, y hago lo que siempre juré que no haría nunca: preguntarme cuántos ejemplares se habrán vendido, cómo estarán colocados los libros en las librerías, si se verán bien, si mis antiguos lectores tendrán noticia de esta nueva novela... En fin, una paranoia en la que siempre pensé que no caería.

Los libros no tienen oportunidades eternas. Antes, una novela tenía tres meses para arrancar. Ahora tiene menos de uno. A partir de entonces, de poco valdrá el boca a boca, las críticas positivas y las reseñas elogiosas. Si las devoluciones han empezado, hay que olvidarse del libro y pensar en el siguiente, porque no habrá manera humana de rescatarlo del limbo de los libros devueltos, al que, por cierto, van a parar una buena parte de los libros que se editan en España.

Una vez, un lector de este blog me preguntó, con evidente mala leche, por qué me obsesionaba el éxito. Y yo me pregunto ahora qué hay de ilegítimo, o de extraño, en desear que tu trabajo funcione bien. En el caso de un escritor, el buen funcionamiento del trabajo se mide por el número de lectores que tiene. Ni más ni menos. Personalmente, zarandajas como la inmortalidad, la posteridas o el ingreso en la historia me traen completamente sin cuidado. Por poner un ejemplo, prefiero vender cuarenta mil libros ahora que cuatro millones cuando haya pasado a mejor vida.

Escribo esto pensando en Stieg Larsson, cuya famosa trilogía lleva semanas ocupando los primeros puestos de las listas de libros más vendidos. Me pregunto de qué demonios le vale a ese pobre hombre habverse consagrado ante millones de lectores de todo el mundo. Ni siquiera le queda el consuelo de haber hecho ricos a los seres queridos: Larsson no tenía hijos, y una curiosa pirueta de las leyes suecas ha hecho que los drechos de autor de sus obras vayan a para a un padre que detestaba y a un hermano con el que no tenía ningún contacto. Genial ¿verdad? ¿Alguien duda de que Larsson hubiese renunciado al poder y la gloria post mortem a cambio de cien mil ejemplares vendidos cuando estaba vivito y coleando, y podía gastarse el dinero y celebrar con los amigos un éxito mucho más modesto?

El martes pasado, después de asistir a la cena del Premio Lara - por cierto, felicidades a Isaac Rosa - , me tomé una copa - en realidad fueron varias - para festejar la salida del libro. Conmigo brindó Marcial, por supuesto, y también Ángela Vallvey, Carmen Ramírez, Vanessa Montfort y Care Santos, que venía exultante tras hacerse con el premio Barco de Vapor. Cuando apurábamos los Cosmopolitan en el Cock, se me ocurrió pensar que, pase lo que pase con mi novela, celebraré cada pequeño acontecimiento a ella vinculado. No me cambio por Larsson de ninguna de las maneras. Después de mí, el diluvio. Y si "La importancia de las cosas" no se vende, siempre podremos pedir otra ronda y brindar por lo que venga.

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lunes, 16 de marzo de 2009

En la víspera

Mañana sale "La importancia de las cosas". Llevo dando la tabarra con esto durante semanas, pero, por favor, comprendedlo: hace dos años y medio que no publico, y este libro es una especia de reválida. Así que haceos cargo y perdonad que sea bastante plasta con el asunto. Por cierto, la editorial ha convocado un concurso de microrrelatos acerca del libro. Hay que escribir un texto de ciento cincuenta palabras sobre "La importancia de las cosas". El premio son cinco libros firmados por mí, y los realtos pueden mandarse a concursolaimportancia@gmail.com.


Dicen que tengo el blog bastante abandonado: mea culpa. Estuve ocupadísima las últimas dos semanas, y luego me fui a Nueva York. Tenía la sana intención de escribir un post desde allí, pero - como era previsible - la ciudad se apodera de uno y el resto del mundo se desdibuja. Durante cinco días, Susana y yo desayunamos bagels con huevos y bacon y nos dedicamos a subir y bajar, husmear por las tiendas, elevar la vista buscando la cima de los rascacielos, y poner ojo avizor para encontrar gangas en las tiendas de lujo. Me he comprado - ¡ay! - demasiadas cosas, muchas de las cuales no estoy segura de necesitar. Resistí la tentación de comprar demasiados vaqueros - tengo tres en el armario -, pero sucumbí a un modelo nuevo que acaba de sacar Ann Taylor, una marca de ropa que no fabrica para España y cuyos vaqueros me quedan mejor que cualquier otros que me haya probado. Además, como los americanos son como son, algunas marcas fabrican una línea exclusiva para mujeres bajas, entre las que me encuentro, de forma que puedo comprar pantalones sin pasar por el engorro del arreglo. También me compré una gabardina en la línea barata de Armani, unas "converse" azules que no necesito, pero que como cuestan la mitad que en España no podía dejar escapar, y media docena de artilugios se cosmética, además de gadgets de museo.

Hablando de museos, en Nueva York visité por primera vez la colección Frick: un museo situado en la casa que un magnate del carbón se hizo construir justo enfrente de Central Park en 1903. La mansión es una belleza. Cuando, tras la muerte de Frick - que sucedió sólo unos años después de que acabasen las obras de la residencia - se hizo cumplir el testamento del millonario y la casa pasó a ser un museo abierto al público, se hizo una operación majestuosa convirtiendo un paso de carruajes en un invernadero comunicado con la casa. Le dije a Susana que cualquiera podría pasar las horas muertas en un lugar así, escuchando el ruido del agua en el estanque e intentando separar el olor de las distintas clases de flores.

Paseamos por Central Park, donde aún había nieve, y descubrí unos bancos en los que nunca me había fijado y que lucen pequeñas placas que los convierten en recuerdo de alguien: "A Doris, de su esposo". "A Fred y Sarah, de sus queridos hijos"; "A la memoria de la abuela"... de todos ellos, me quedo con uno dedicado a una mujer "que ama la ensalada, el atún, la música de los Beatles, los perros, Nueva York... todo lo que quería era un banco. Toma asiento!". Susana y yo pasamos un buen rato emocionándonos con las leyendas de los bancos, eimaginando las hermosas historias que habrá detrás de cada una de esas plaquitas doradas. Lo más bonito es que están todas impecables, y ambas nos preguntamos qué ocurriría en Madrid si el ayuntamiento permitiese colocar recordatorios en los bancos del Retiro. Con todo el dolor de mi corazón, apuesto a que estarían llenas de graffitis de burla en cuestión de días. Y sería una pena. Por eso quizá es mejor que nuestros bancos no lleven placa ni los recuerdos de nadie.

Pasé el fin de semana en Galicia. El sábado mi padre recibió un homenaje en Lugo después de cincuenta años de profesión. Emotivo de verdad. Cuatrocientas cincuenta personas abarrotando el salón regio del Círculo de las Artes, uno de los salones de baile más bonitos de España. No faltó nadie de todas las personas que queremos. Nos emocionamos, nos reímos, lloramos... y acabamos la noche a las ocho de la madrugada, pensando en la inmensa suerte que tenemos de estar rodeados de tanta gente buena.

Hoy he pasado parte de la tarde en el Hotel Kafka, preparando un escaparate para la promoción del libro. Edu Vilas es, además de un amigo generoso, un habilidoso manitas sin el cual el escaparate hubiese quedado como una completa chapuza. Ahora luce muy bien. Mañana, el libro llegará las librerías mientras la preciosa portada cuelga de uno de los inmensos ventanales del Kafka.

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